El grupo,
vestido de negro riguroso, regresaba del entierro. Habían sepultado al tío rico
y ahora tenían que dirimir el asunto de la herencia. En la sala, todo estaba
dispuesto: La mesa de roble con doce sillas de terciopelo rojo, el candelabro
de bronce bruñido con un velón de cera pura, la jarra de cristal y sus copas y
el libro del testamento. De las doce sillas, una estaba vacía: la que
perteneciera al difunto. Tomaron ubicación en sus lugares habituales y, el mayor de todos, dio lectura al acta de protocolo y, acto seguido, leyó el testamento. Cuando
mencionaron su nombre, todos sonrieron de manera apenas perceptible, mientras el nombrado, entraba
en una lividez desconcertante. Solemnemente le acercaron la copa con agua, que
bebió a regañadientes, y lo invitaron a pasar a la sala contigua. Allí estaba
el cadalso con la horca ya dispuesta.
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