Acaba de sacar el pollo del
horno. Un vino destapado el día anterior, ya sin
espíritu, sin pena ni gloria, ocupa el centro de la mesa vestida con mantel
rosa viejo. Cubiertos para dos, dos copas, dos servilletas, una vela gastada
que espera ser encendida, un florero vacío ansiando los pimpollos que llegarán
en breve y una extraña mezcla de aromas en el ambiente: Perfume francés de
feria, blem en las maderas de los
muebles y lisoform 99% en la antesala
de la cocina, era la ojiva de una bomba a punto de estallar en aureolas
concéntricas. Un suave toque a la puerta, un nervioso acomodar de la falda,
blusa y gargantilla; un toquecito al volumen de la música y ahora sí, esos
pasos decididos que llevan hacia la puerta que parece rechazar al mundo. Se
abre silenciosa, lenta, ceremoniosamente dubitativa, mientras del lado de
afuera, sin demasiado apuro, el delivery
deja enfriar la pizza a los cuatro quesos.
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